ENG

 

Buscar

 

contacto

Contactar con el IAC

TEXTO DEL ARTISTA: Las tres casas (2010)

Publicada en catálogo "STALKER", Fundación Antonio Pérez, Cuenca, España. 2010

Mis tres tíos de Toledo, Baltasar, Mariano y Paco, compraron tres terrenos para construir sus tres casas de veraneo, y contrataron al mismo maestro de obras. No supe más del asunto hasta que estuvieron terminadas y llegó el momento formal de ir a Toledo a visitarlas.

La casa de dos plantas de Baltasar, en Cedillo del Condado, un pueblo pequeño y árido del sur de Toledo, no parecía tener desde la distancia nada extraordinario. De las tres, sólo para ésta se había encargado un proyecto a un arquitecto. Yo tenía unos 12 años y una estatura normal, pero aún así, al acercarnos, tuve la sensación de que la puerta de entrada de la primera planta era muy pequeña. Efectivamente: tuve que agacharme para entrar. Dentro, un gran recibidor, cocina, tres dormitorios, comedor con chimenea, almacén y cuarto de baño. Una distribución normal. Pero con algo inquietante, que mi timidez de niño me impedía mencionar, algo a lo que ninguno de los mayores parecía dar importancia. El techo era muy bajo, tanto que en algunas partes tenía que andar con cuidado para no golpearme la cabeza. Hasta mis padres y mis tíos, que se movían cómodos por las habitaciones, debían agacharse al pasar de una a otra. Los dinteles de las puertas eran más bajos. Aún así, el único que parecía algo extrañado era mi padre, más alto que los demás.

En aquel momento todavía no me daba con el techo. Pero al pasar los años, aquel piso de la casa se me fue quedando pequeño, más y más pequeño. Llegó un momento en el que para estar de pie tenía que encogerme. Mi memoria guarda la medida exacta de suelo a techo, por un sistema muy simple: la altura era la de mi hombro. Yo podía permanecer de pie doblando la cabeza hacia delante y haciendo presión con la nuca y los hombros en el techo. En aquella casa alucinante, sobraba mi cabeza. Fieles a ellos mismos, mis tíos nunca comentaron nada sobre el hecho de que tuvieran que esquivar las lámparas al caminar por allí. Un día, al salir del comedor convenientemente encorvado, oí que mi tía le decía muy preocupada a mi madre: “Paula, el muchacho está sacando chepa.”

El piso de arriba era muy distinto. Tenía una altura de unos cuatro metros.

Esta arquitectura abismal no fue un exceso experimental por parte del arquitecto. El misterio hay que buscarlo en el maestro de obras, acostumbrado a construir sin planos, y por lo visto incapaz de entenderlos. Planta, alzado y perfil eran un absoluto galimatías para él. Así que levantaba un muro allá donde mi tío le decía que quería un muro, y ponía una ventana donde mi tío le pedía una ventana. En un momento dado le sugirió que, ya que iba a haber un segundo piso, no convenía que el primero fuera muy alto. El maestro de obras colocó a mi tío junto a una pared, tomó la medida de su altura, contó un palmo más, y marcó. Así, convencido de que no podría haber nadie más alto que él, que en la familia era venerado como un dios Lar, mi tío Baltasar, de casi un metro y sesenta y cinco centímetros, le pidió al maestro de obras que pusiera el techo a la altura de la marca.

Al segundo piso le dieron el doble de altura por una reacción típicamente toledana: para compensar.

Fuimos acto seguido a Lominchar, otro pequeño pueblo de la zona a diez minutos en coche por un camino polvoriento, a ver las casas de mis otros dos tíos. Teniendo en cuenta que el maestro de obras era el mismo, yo iba frotándome las manos ante la posibilidad de nuevas maravillas.

La casa de mi tío Mariano, de una planta, era muy grande y cuadrada. La puerta principal daba a un largo pasillo con varias habitaciones, todas ellas dormitorios. El pasillo giraba a la derecha, y allí encontrabas más dormitorios. De nuevo a la derecha, de nuevo dormitorios. Recordaba bastante a un hotel: corredores con puertas que dan a habitaciones muy parecidas, con dos camas, mesilla de noche, armario... El pasillo, que a cada vuelta era más corto, terminaba en una puerta que daba a un baño. La casa había sido construida de una forma parecida a una espiral, distribuida como un laberinto de habitaciones con un cuarto de baño en el centro. Sin cocina ni salón, que, según Mariano no eran necesarios. Orgullosísimo, mi tío repetía continuamente que ellos eran muchos de familia, y así podrían venir todos a la vez. Era muy difícil imaginarse la verdadera planta de la casa, que para mí encerraba un misterio telúrico enorme.

Mi tío me animó a que me diera un baño en la piscina. Me acerqué a mirar y vi que sólo había un palmo de agua que no llegaba ni de lejos a la escalerilla. Mi tío me animaba una y otra vez a que saltara desde el trampolín. Le dije muy serio, superando esta vez mi timidez por motivos de supervivencia, que prefería esperar a que la llenaran, porque me podía romper la cabeza si saltaba. Pero él, muy sorprendido, me aseguro que allí dentro había miles de millones de toneladas de agua. La piscina tenía agua hasta bastante más de la mitad de su altura, pero era tan profunda que no habían conseguido pasar de ahí. Así que daba la sensación de que estaba casi vacía, y la caída libre hasta la superficie era de varios metros. Quizá no me hubiera roto la cabeza contra el fondo, pero sin duda nunca hubiera conseguido salir de aquel pozo. Mi tío Mariano me explicó que como ellos eran muchos de familia necesitaban una gran piscina. Y que él había decidido hacerla muy profunda en vez de muy larga, para ahorrar espacio.

La tercera casa, la de mi tío Paco, era muy convencional, no tenía realmente nada de especial ni por fuera ni por dentro. Me sentí algo decepcionado y extrañado de que todo fuera tan correcto, vistos los antecedentes. Mi tío se acercó y me preguntó, con un gesto sonriente que revelaba intenciones ocultas, si me gustaba la mesa del salón. Le conteste que sí, y muy satisfecho y orgulloso me dijo que la había fabricado él. Me preguntó también si me gustaban las sillas, le contesté que me parecían maravillosas, y volvió a sonreír y a decirme que también las había construido él. Así fue recorriendo los elementos de la casa uno a uno; los demás muebles, los fregaderos, la cubertería, los platos... él los había hecho todos. Incluso había cocido todos los ladrillos de la casa, y había comprado unos fascículos que, semana tras semana, incluían una pieza de un televisor que había montado y hecho funcionar. Cortinas, azulejos, rejas de las ventanas, chimenea, todo había sido fabricado por él. Y luego dirigió personalmente a los obreros diciendo dónde debía ir cada pequeño elemento, hasta conseguir un todo perfecto. Esto, que después comprendí como una operación alquímica, ya que el mago debe fabricar él mismo todos sus enseres mágicos, me pareció fascinante. Mi tío Paco tenía fama de ser muy fantasioso y de contar siempre historias extraordinarias, pero yo le creí. Durante todo este tiempo he creído que mi tío, de verdad, construyó todo con sus manos, ¿por qué no?

Hay algo más, algo muy importante. Mi tío Paco me preguntó si había visto el espantapájaros que había fabricado. Me dirigí rápidamente afuera, pero me detuvo. Antes de que lo viera, quería contarme que el espantapájaros era una reproducción idéntica, hasta en los detalles más pequeños, de él mismo. Y añadió muy feliz que la reproducción era tan perfecta y de tal realismo que su mujer les había confundido a ambos varias veces, y su hermano le había estado hablando durante un rato antes de percatarse de que no era el auténtico.

Volví muchísimas veces a estas tres casas. Mis tíos fueron desapareciendo, y ahora han sido vendidas o están vacías. Estas casas, en las que transcurren las escenas de muchos de mis cuadros, han sido una inspiración importantísima para mí. Más que muchos museos, artistas y libros que dan vueltas y vueltas sobre algo que yo tenía al alcance de la mano: arquitecturas conceptuales de uso cotidiano, un verdadero museo vivo.

 

ENRIQUE MARTY.